ARMANDO BUSCARINI
De entre la legión de figuras peripatéticas de la literatura española ocupa un puesto de honor Armando Buscarini. Vivió toda su vida consagrada a una carretera literaria que sólo logró el escarnio de sus contemporáneos y le llevaría a vivir una existencia marcada por la miseria, los piojos y el hambre.
Aparece en Madrid en 1919 con sólo quince años, atrás ha dejando su pueblo natal de Ezcaray y una madre con la que guarda una extraña relación de amor-odio. Su pluma ya se ha consagrado a algún relato sobre su pueblo, poemas ripiosos a su prima y su primera obra Emocionantísimas aventuras de Calck-Zettin. Emperador de los detectives, que ya orientan un poco sobre el gusto estragado y el norte un tanto perdido de su creatividad literaria.
En la capital los postreros epígonos del modernismo están dando sus últimas bocanadas, en su lugar se impone la estética chocante y el mensaje un tanto demencial de las vanguardias. A los bohemios modernistas les roban el terreno unos señoritos bien que proclaman manifiestos de extraños nombres y dogmas delirantes.
Buscarini no se entera de nada de esto, para él los auténticos artistas son Alejandro Sawa y su corte de bohemios arrebatados por la estética de los simbolistas franceses, nace así fuera de tiempo, con una musa que ya está abandonada y en el olvido. Si su obra lírica está desfasada, la promoción de sus obras no es menos desafortunada. Edita folletos de apenas veinte páginas que recogen sus poemas y vende (o intenta) en la calle Alcalá en una especie de tenderete junto al edifico de Hacienda, rodeado de carteles que proclaman dudosas aseveraciones como “Ayuden al poeta más grande que ha tenido España” o “La sonrisa es la clave del éxito”. Desde luego, al ver el escaso peculio que le reportan sus obras esa sonrisa que nunca le conseguiría el éxito debió quedarse helada en su rostro. De hecho, en la portada de sus obras es habitual que salga una fotografía suya en la que siempre muestra un gesto adusto. El contenido de esos folletos que el público se niega comprar es una mezcla de verbos ripiosos de un romanticismo fermentado escritos con patadas al diccionario y errores ortográficos a discreción.
A los diecinueve años visita por primera vez el Departamento de Observación de Dementes del Hospital Provincial. Para compensar esta desgracia a la salida conoce a su amor, Elena, una joven ya enferma de sífilis que vive entre los miserables del barrio de la Virgen del Puerto. La pasión de Buscarini por Elena le inspira poemas y le convierte en un hombre viajero, puesto que cuando reúne algún dinero viajan en el tren de tercera a El Escorial. Sin embargo, Elena parece descreer de la gloria inminente que espera a nuestro hombre y decide emplearse en un burdel para menesterosos.
Buscarini queda destrozado e inicia su itinerario hacia la locura y la más negra sordidez. Comienza a frecuentar el viaducto de la calle Segovia, que el lugar preferido por los suicidas para dar un salto desde la alta barandilla hacia la nada. Al contrario que otros muchos literatos que mienten diciendo que no desean la fama y el dinero, Buscarini lo desea con un ardor de niño o de loco (“Quiero triunfar, necesito triunfar y estoy seguro de que triunfaré”, asegura en alguna de sus obras). No entiende que la poesía no es el mejor medio en una época en la que el teatro es sinónimo de éxito, como hoy en día los son las adaptaciones cinematográficas o televisivas.
Su vida se mueve entre pensiones ínfimas repletas de piojos, personajes patibularios y limosnas que algunos le dan viendo su miseria. Algunos le auxilian de manera piadosa como los hermanos Alvárez Quintero o Eduardo Marquina que le compra un abrigo que él empeña a las pocas horas para tener algo para comer. Sin embargo, lo que más abunda es la chanza de individuos que le invita a tomar el azadón o alistarse al tercio. No es raro que una de sus obras de esa época se titule Primavera sin sol.
Tanta desdicha tienen su efecto, la sífilis empieza a trastocar una mente que ya de por sí está marcada por el delirio. En 1929 desaparece de la corte para iniciar un recorrido por manicomios de Madrid, Valladolid y Logroño de los que ya nunca saldrá. Allí le esperan los fantasmas de la locura de los que ya nunca se librará. Murió el 9 de junio de 1940 a causa de la tuberculosis.
Que mejor despedida que transcribir unas palabras que Buscarini pone en el frontispicio de uno de sus folletos:
“Mi alma está forjada en la más excelsa nobleza de los más divinos ideales; la miseria la ha martilleado en el yunque de vuestro desdén, que tiene algo de delincuente. No os pido limosna, puesto que elaboro libros para deleite vuestro y de vuestro espíritu, porque tenéis el deber de hacer. Yo no tengo culpa de que mi arte no sea entendido; pero yo soy el mismo arte.”
Aparece en Madrid en 1919 con sólo quince años, atrás ha dejando su pueblo natal de Ezcaray y una madre con la que guarda una extraña relación de amor-odio. Su pluma ya se ha consagrado a algún relato sobre su pueblo, poemas ripiosos a su prima y su primera obra Emocionantísimas aventuras de Calck-Zettin. Emperador de los detectives, que ya orientan un poco sobre el gusto estragado y el norte un tanto perdido de su creatividad literaria.
En la capital los postreros epígonos del modernismo están dando sus últimas bocanadas, en su lugar se impone la estética chocante y el mensaje un tanto demencial de las vanguardias. A los bohemios modernistas les roban el terreno unos señoritos bien que proclaman manifiestos de extraños nombres y dogmas delirantes.
Buscarini no se entera de nada de esto, para él los auténticos artistas son Alejandro Sawa y su corte de bohemios arrebatados por la estética de los simbolistas franceses, nace así fuera de tiempo, con una musa que ya está abandonada y en el olvido. Si su obra lírica está desfasada, la promoción de sus obras no es menos desafortunada. Edita folletos de apenas veinte páginas que recogen sus poemas y vende (o intenta) en la calle Alcalá en una especie de tenderete junto al edifico de Hacienda, rodeado de carteles que proclaman dudosas aseveraciones como “Ayuden al poeta más grande que ha tenido España” o “La sonrisa es la clave del éxito”. Desde luego, al ver el escaso peculio que le reportan sus obras esa sonrisa que nunca le conseguiría el éxito debió quedarse helada en su rostro. De hecho, en la portada de sus obras es habitual que salga una fotografía suya en la que siempre muestra un gesto adusto. El contenido de esos folletos que el público se niega comprar es una mezcla de verbos ripiosos de un romanticismo fermentado escritos con patadas al diccionario y errores ortográficos a discreción.
A los diecinueve años visita por primera vez el Departamento de Observación de Dementes del Hospital Provincial. Para compensar esta desgracia a la salida conoce a su amor, Elena, una joven ya enferma de sífilis que vive entre los miserables del barrio de la Virgen del Puerto. La pasión de Buscarini por Elena le inspira poemas y le convierte en un hombre viajero, puesto que cuando reúne algún dinero viajan en el tren de tercera a El Escorial. Sin embargo, Elena parece descreer de la gloria inminente que espera a nuestro hombre y decide emplearse en un burdel para menesterosos.
Buscarini queda destrozado e inicia su itinerario hacia la locura y la más negra sordidez. Comienza a frecuentar el viaducto de la calle Segovia, que el lugar preferido por los suicidas para dar un salto desde la alta barandilla hacia la nada. Al contrario que otros muchos literatos que mienten diciendo que no desean la fama y el dinero, Buscarini lo desea con un ardor de niño o de loco (“Quiero triunfar, necesito triunfar y estoy seguro de que triunfaré”, asegura en alguna de sus obras). No entiende que la poesía no es el mejor medio en una época en la que el teatro es sinónimo de éxito, como hoy en día los son las adaptaciones cinematográficas o televisivas.
Su vida se mueve entre pensiones ínfimas repletas de piojos, personajes patibularios y limosnas que algunos le dan viendo su miseria. Algunos le auxilian de manera piadosa como los hermanos Alvárez Quintero o Eduardo Marquina que le compra un abrigo que él empeña a las pocas horas para tener algo para comer. Sin embargo, lo que más abunda es la chanza de individuos que le invita a tomar el azadón o alistarse al tercio. No es raro que una de sus obras de esa época se titule Primavera sin sol.
Tanta desdicha tienen su efecto, la sífilis empieza a trastocar una mente que ya de por sí está marcada por el delirio. En 1929 desaparece de la corte para iniciar un recorrido por manicomios de Madrid, Valladolid y Logroño de los que ya nunca saldrá. Allí le esperan los fantasmas de la locura de los que ya nunca se librará. Murió el 9 de junio de 1940 a causa de la tuberculosis.
Que mejor despedida que transcribir unas palabras que Buscarini pone en el frontispicio de uno de sus folletos:
“Mi alma está forjada en la más excelsa nobleza de los más divinos ideales; la miseria la ha martilleado en el yunque de vuestro desdén, que tiene algo de delincuente. No os pido limosna, puesto que elaboro libros para deleite vuestro y de vuestro espíritu, porque tenéis el deber de hacer. Yo no tengo culpa de que mi arte no sea entendido; pero yo soy el mismo arte.”
No hay comentarios:
Publicar un comentario