miércoles, 23 de marzo de 2011

INTELECTUALES


Paul Johnson ha escrito un gran libro dedicado al análisis de algunos de los intelectuales más importantes de los tres últimos siglos, y cuando digo intelectuales no me refiero a cualquier actor secundario de teleserie, cantante o similar, que se considera un descendiente directo de Leonardo y Miguel Ángel. El ensayo tiene un evidente afán desmitificador, tan necesario hoy en día, en que la palabra Creador o Autor puede recaer en un cocinero (perdón, restaurador) o en el que pergeña cualquier coplilla de mala muerte (perdón, cantautor).
Johnson no examina de manera pormenorizda la vida intelectual de estos últimos siglos, por el contrario se centra sólo algunos de sus figuras más relevantes. El elenco de seleccionados recoge a personajes tan dispares como Rousseau, Marx, Bretcht, Tolstoi o Sartre. A pesar de la aparente disimilitud, todos ellos parecen tener un patrón psicológico centrado en la falsedad, el egocentrismo y la inestabilidad psicológica.
Si bien uno de sus principios irrenunciables era afirmar que buscaban el bien de la humanidad, a la hora de la verdad se centraron mucho más en buscar la fama y el bienestar propio, despreciando a las personas de su entorno, maltratando y engañando a las mujeres que les rodeaban y viviendo a un nivel muy superior al de los desposeídos que decían defender. Todo para el pueblo, pero sin el pueblo parece un buen eslogan para estos hombres que decían defender los intereses de las masas desposeídas pero que en realidad sólo gustaban frecuentar ambientes sociales elevados.
En las breves y ágiles biografías que componen el libro no faltan las anécdotas jugosas y divertidas. Rousseau, el hombre que defendía que el hombre era bueno por naturaleza, abandonó a sus hijos en un orfanato. Si bien atribuía al hombre genérico una bondad sin límite, él estaba rodeado por personas que buscaban su perdición, inaugurando así la figura del intelectual incomprendido con manía persecutoria. Además vestía de manera extravagante (otra de sus innovaciones que señalarían un camino a seguir) y era un tacaño obsesionado con el dinero.
De Marx asegura que sus escritos son farragosos y muchas veces incoherentes (lo que puede aplicarse a tantos otros) y que sentía desprecio por los obreros a los que ensalzaba en sus escritos. Tolstoi aparece como un terrateniente místico, obseso sexual y enloquecido, Hemingway como un borracho mujeriego y Sartre como un megalómano oportunista comprometido con el estalinismo (salvo bajo la ocupación alemana).
Aunque el autor desprecia sus vidas personales, no lo hace con sus obras. No es un ensayo que se centre en narrar cotilleos o bajezas sino que trata de dejar ver sus contradicciones. Aquello que ya decía Séneca cuando le reprochaban la diferencia entre las prácticas de su vida y el contenido de sus obras que el zanjó con un lacónico “haz lo que digo, no lo que hago”.

martes, 8 de marzo de 2011

¿QUÉ ES LITERATURA?


¿Cuáles son los materiales de los que están hechos los grandes libros? La respuesta es clara: de cualquier cosa. Es famoso el caso de Flaubert que sacó su Madame Bovarie de un recorte de la prensa de sucesos de la época. La materia que puede dar lugar a una obra maestra puede ser cualquier idea descabellada: un hombre persigue una ballena o un hombre se convierte en insecto. No importa tanto lo que se cuenta sino cómo se cuenta. Pondré un ejemplo contenido en la excelente novela El Gran Felton de Pérez Azaústre. El protagonista hace una necrológica de Charles Bronson, un actor especializado en papeles de tipo duro que a priori da poco juego para hacer literatura. Juzguen el resultado.

“Los mineros están hechos de una pasta especial como si una segunda piel les protegiera del aire contenido en un guijarro, de la inminencia lenta de los gases, de la inmanencia grave de unas vidas cosidas bajo tierra y bajo roca. Si fijan un momento en su memoria el semblante adusto de Charles Bronson, su mirada curtida en una arruga, esos ojos tan largos y encerrados en una profusión de furia escasa, de seguro lo imaginan saliendo de la boca de una mina, cargando las esquirlas de un dolor fraguado grano a grano en lo profundo. Los ojos de Charles Bronson eran los ojos de un minero, igual que esa pasta especial era también la pasta de Charles Bronson. Charles ha muerto y ahora recordamos que su primer trabajo fue minero, que su verdadero apellido era Bouchinsky y que bajó a la mina por primera vez a los dieciséis años, que era cuando bajaban entonces los chavales a la mina, en Ehrenfield y en el resto del mundo. Tras una primera representación en Filadelfia haciendo de tipo duro –el papel irrenunciable de , el primer duro del cine que supo convertirse en personaje- vinieron algunas películas que le ayudarían a destacar, como El poder invisible o Los crímenes del museo de cera. Pero fue en 1954 cuando Charles Bouchinsky decidió dejar de ser Bouchinsky para convertirse en Bronson, con películas ya insustituibles en el memoria de los cincuenta como Apache, Veracruz y Tambores de guerra. El muchacho prometía, se veía un talento mudo en la mirada, un silencio de musgo en el tortazo, un torso descubierto en la carne de una bala. A partir de ahí, los momentos de gloria de Bronson, unos sesenta que en el cine, a pesar de su papel de secundario silencioso y efectivo, fueron rotundamente suyos: quien no recuerda La gran evasión, Los siete magníficos o Doce del patíbulo, la película impagable en la que Bronson se salvó de la horca para morir en un castillo cubierto por la niebla de unos nazis. Bronson escapó de la hora pero no pudo huir de sí mismo, de la jugada muda que el destino le tenía preparada tras su aspecto invencible de minero: en 1969 se casó con Jill Ireland y era un hombre feliz. Pocos años después, se revelaba en su mujer un cáncer de mama. Ya no quedaba tiempo para hacer papeles inmortales, y había que conseguir dinero como fuera. Con el personajes que fuera.
El justiciero de la ciudad, Yo soy la justicia, El justiciero de la noche, Yo soy la justicia o La ley de Murphy fueron los resortes que pagaban los largos tratamientos contra el cáncer. Podría decirse que Bronson se convirtió en mercader de sí mismo, porque ahí había un actor, un actor grande, un Kirk Douglas con menos pretensiones y una intensidad parada y dulce. Jill murió en 1990, tras varios años de lucha contra el cáncer. Todavía vendría más películas, pero llega un momento en que los justiciero de la noche olvidan el motivo de una lucha. Bronson también, y ya quedaba poco de ese actor que aspiraba a subir como la espuma. Sólo la pistola y unos pasos. Al final, él no actuaba apenas; ya era el personaje quien interpretaba a un hombre.

sábado, 5 de marzo de 2011

ERROL FLYNN




Si me preguntasen por una vida que me hubiera gustado vivir esa seria la de Errol Flynn. Al contrario que Cavafis, con su aspecto comedido de oficinista casposo, ver el aspecto de Errol es contemplar a alguien a quien no gustaría parecernos. Él deslumbra en cada uno de sus fotos. Desde luego es el tipo guapo que a todos los hombres nos gustaría ser, pero no es sólo eso, es algo más, algo indefinible que está presente sólo en algunas pocas personas. Basta contemplar una de sus añejas imágenes para ver que él era uno de esos elegidos para la gloria y que su sonrisa, el brillo de su mirada o el aspecto feliz y vivaz era sólo la expresión de algo más profundo: un encanto embriagador.
Errol escribe una autobiografía que titula Aventuras de un vividor. La escribe en su yate fondeado en el puerto de Palma de Mallorca cuando era una sombra de si mismo. Ya no es Robin, el príncipe de los ladrones, ni pirata, ni pistolero, ni un oficial británico que se dirige a la muerte en la carga de la Brigada ligera. En ese momento es un hombre avejentado y empobrecido, su única compañía la constituyen algunas botellas de whisky y los recuerdos de sus tiempos gloriosos.
Es una de esas raras autobiografías (ese género de la ficción compuesto por fantasías, justificaciones y excusas difíciles de creer) que respira sinceridad. La escribe, justo en ese momento, cuando ya tiene un pie en el estribo de la muerte y pocas cosas le importan.
El final, como todos los finales, es amargo. Pero lo que precede a ese derrumbe es una vida plena, aventurera y alegre como la de esos personajes que interpretó en Hollywood. Hay una afirmación que me deslumbra: “si hay un talento que tenido ese es el de vivir” y leyendo este libro nos damos cuenta que así es. Tal vez la parte más interesantes sea la más desconocida, la del joven aventurero nacido en Tasmania que vive pintorescas aventuras en los mares del sur como vagabundo, contrabandista, plantador y cien cosas más.
Después viene su vida en Hollywood y todo se desdibuja un poco. Refiere una anécdota que reproduzco por jugosa. Su primer papel es hacer de cadáver, alguien levanta la sabana que lo cubre en una escena y otro actor dice sí, es él. Errol después de narrarlo apostilla: algunos dicen que fue mi mejor papel. Un sentido del humor muy lejano al de los actores artistas herederos de Miguel Ángel y Leonardo que surgen en cualquier teleserie.
Una parte importante en su vida la ocupan las mujeres. Como experto conocedor del bello sexo se queda sorprendido ante la dificultad que tienen muchos hombres para comprenderlas, atribuyéndolas un personalidad enigmática. Errol asegura que esto es debido a que los sorprendidos simplemente no han tratado con muchas mujeres y concluye que la única diferencia que hay entre hombres y mujeres es que a estas últimas les gusta más un millón de dólares que a los hombres.
Errol se tomó la vida de la única manera que cabe, tomándosela a broma y disfrutando cada momento. Supongo que era como los héroes que interpretó, en los que el mundo era sólo un escenario para disfrutar uno mismo y deslumbrar a los demás con su vitalidad. Sabía, como el oficial británico que interpretó en La Carga de la Brigada Ligera, que al final del camino estaba la artillería rusa, la muerte y el fin, pero él se lanzo veloz, alegre, vital, con una sonrisa en los labios sabiendo que la vida es un momento de gloria antes de la oscuridad.