domingo, 3 de julio de 2011

LITERATURA DEL OLVIDO II





PEDRO BARRANTES





Tras el post dedicado a Jesús de Aragón inicio bajo el título literatura del olvido una serie de perfiles dedicado a literatos caídos en la desmemoria o que directamente pasaron desapercibidos incluso para sus contemporáneos.
De entre la pléyade de escritores malditos y olvidados destaca la figura tremenda de Pedro Barrantes. A medio camino entre lo trágico y lo grotesco su vida estuvo marcada por su afición al tintorro, la escabrosidad y la desgracia. Por lo general la vida de los escritores no es muy afortunada (también es verdad que lo mismo se puede decir prácticamente de cualquier otro oficio), pero sin duda las desdichas a las que se vio sometido este hombre forman un caso aparte que paso a explicar.
Al igual que los personajes de las tragedias griegas, Pedro vino marcado al mundo por un destino aciago. Sus padres, naturales de León, tuvieron que huir a Valencia para escapar de las deudas a la que sus escasas capacidades como comerciantes fueron incapaces de hacer frente. Es ya desde el principio un hombre sin norte, descentrado y a merced de las circunstancias de la vida.
Como la situación familiar era bastante apurada debe ayudar a la economía familiar y lo hace buscándose un trabajo como escribano en el Gobierno Civil de Valencia donde conocerá a su mentor Ramón Chíes, librepensador republicano y radical. Corren los tiempos de la Primera República y se lanza a las que serían dos pasiones en su vida: el activismo político y el culto a la botella.
Publica su primera obra con el premonitorio título de El Emperador de los zarrapastrosos, que recoge sus primeros poemas de evidente carácter satírico. Compagina su actividad poética con la periodística en Los dominicales del Libre Pensamiento, que dirige Chíes, donde desgrana doctrinas anarquizantes y llamamientos sediciosos.
En 1890 publica lo que con toda propiedad es su primera obra poética: Delirium Tremens. Obra que tal como anuncia su título está marcada por un doble delirio: el alcohólico que le proporciona el vino barato y el estético de una poesía alucinada. Barrantes tiene treinta años pero ya está gastado por la mala vida, el alcohol, las visitas a los ínfimos burdeles y la piorrea que pronto dará al traste con su dentadura. A esa poca grata situación se une la muerte de Chíes y la nula repercusión que tiene su poesía entres los contemporáneos.
En uno de esos giros demenciales a los que son tan dados los literatos, Pedro descubre a Jesucristo y pasa de ser un anticlerical ateo a un propagandista católico. A ello contribuye su desilusión política y el triste sino que le ha marcado la vida hasta ese momento. Vuelve así al redil de la iglesia publicando en La Ilustración Católica. Barrantes abandona el barco de la bohemia y la agitación política, sus nuevos artículos cubren congresos eucarísticos, sínodos, entrevistas a curas y monjitas y glosas de homilías. Su traspaso a la reacción clerical culmina con la publicación en 1896 de su poemario Tierra y cielo, que incluye poemas de título tan sugerente como A la religión.
Sin embargo, dos años después nuestro hombre da un nuevo quiebro a su vida volviendo al alcohol y al activismo político. Decide iniciar su nueva etapa publicando una serie de libelos que pongan en la picota a las personalidades del momento funda la “Biblioteca Don Quijote”. Esta empresa, nunca mejor llamada quijotesca, le llevara directamente a la cárcel y al cementerio cuando decide publicar un volumen dedicado a una de las figuras del momento: el general Polavieja. Es conducido a la prisión donde varios sicarios le apalean y le hacen beber matarratas, quedando tan malparado que deciden meterle en una carreta que llevaba cadáveres a la fosa común del cementerio del Este. Allí recupera el sentido, entre cadáveres espolvoreados de cal viva t sintiendo como los gusanos escarbaban las llagas de sus heridas. Tal vez fue esta experiencia la que le inculcó cierto regusto por los asuntos de ultratumba y las morbosidades necrófilas, que a partir de ese momento se dan en su poesía.
Hasta ahora sólo se ha dedicado a la poesía, pero abierto a nuevas experiencias decide probar con la novela. Su primera obra lleva un título que con toda propiedad la define y que se puede aplicar a muchas otras piezas novelísticas: La cochambrosa. Sin éxito en la poesía o en la novela, acosado por la miseria y con un cada vez más acusado alcoholismo se aviene a colaborar con el periódico El País, dirigido por el radical Alejandro Lerroux.
Su labor aquí es bastante curiosa, no escribe nada pero pone la firma al pie de los artículos mas polémicos e incendiarios, asumiendo el los arrestos, interrogatorios y palizas que la autoridad competente tenga a bien realizar para la buena marcha de la sociedad. Todo ello por el módico precio de un duro. Es justo reconocer que aquel mercenario borrachín, ya casi una ruina humana, nunca delató a nadie.
Atentos a la alegre disposición de nuestro hombre para apechugar con los problemas de otros Eduardo Zamacois y el periodista Manuel Carretero solucionan el problema que tenían con Pepita Manso, una amante que compartían. Preñada de alguno de los dos, ambos pagan una modesta cantidad a Pedro para que admita ser el padre del niño que va a dar a luz.
Lo que no es discutible es la paternidad de una nueva edición corregida y muy aumentada de su añeja obra Delirium tremens en 1910, aún más escabrosa que la anterior, hay delirios de estética gore (El enterrador y yo), exaltación de la lujuria, glorificación del alcoholismo, e incluso claras invitaciones al sacrilegio.
Es su último suspiro, sabe que su vida llega y su fin y es consciente de su fracaso absoluto, para él no habrá gloría, fama, dinero o cualquier otra cosa deseable. Sólo le queda arrastrarse por las calles cubiertos de harapos y piojos, sableando a algún conocido que le calme el hambre o le invite a un chato de vino.
Para finalizar es necesario recordar la causa de su muerte, ya que roza o se sumerge en lo grotesco. Enfermo gravemente llama al médico que le aconseja que no tome ningún líquido, pero Pedro, tan poco dado al agua, no aguanta la sed que le provoca la fiebre y toma una jarra entera. Si los litros de vino consumidos durante su vida no habían acabado con él esta maligna agua lo remata en unas horas.
El médico al volver a verle encuentra la jarra vacía y el cuerpo exánime, certifica la muerte y dispone que una carreta lleve al cadáver a la fosa común de la que ya había escapado una vez. Nadie acompañó a su cadáver en su último trayecto.

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